"Estoy secando la única lágrima que se digna a bajar cuando me atieso en una baldosa entre la sala y la cocina, mirando fijamente unos grandes ojos marrones en un rostro muy joven y pálido. Rizos largos crean un marco alrededor de su mirada tan profunda que no puedo quitar mi atención de ella. Ambas estamos inmovilizadas y afrontadas.
A continuación se me ocurre una idea horrible y mi ánimo baja otros escalones más. Drásticamente.
Es incluso más joven que yo, susurra una molesta voz interior. Esto no puede estar sucediendo. Oh, pero sí, porque Augusto sale de las habitaciones colocándose una camiseta encima de su desnudo torso tatuado y los latidos de mi corazón aumentan, opacando otros sonidos en mis tímpanos. Me muerdo el interior de las mejillas para evitar decir algo de lo que luego me toque arrepentirme. Sin embargo, sale expulsado sin mi permiso y suena tan amargo que preferiría hundirme.
— ¿En serio?—carraspeo, ácida—. ¿Cuántos años tiene? ¿Trece?
La chica abre los ojos incluso más grandes de lo que ya son, estos resaltan en su hermosa, y remarco hermosa, cara. Por un momento me tiembla algo en el pecho. Y es más que disgusto. Augusto entrecierra lo ojos, se fija en mí detenidamente y me encojo, desviando la vista a otro lado, avergonzada.
—Buenos días—interviene él, tengo que mirar para ver si realmente está sonriendo como suena o sólo lo estoy imaginando. No, claro que sonríe, y muy ancho el imbécil—. Te presento a mi hermana, Vicky.
Mi boca se abre y tengo que cruzar los brazos sobre mi pecho para no recurrir a esconderme detrás de mis manos."
Ayelén
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